La casa del fin del mundo by José María Plaza

autor:José María Plaza [Plaza, José Maria]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Infantil
editor: ePubLibre
publicado: 2008-01-01T05:00:00+00:00

17. David tiene razón

David echó a correr hacia la pared para comprobar lo que nos acababa de decir. Los tres le seguimos. Ya no estábamos seguros de que se hubiese inventado aquella historia de las estatuas.

Cuando llegamos hasta el cuadro, comprobamos que el paisaje era tal como nos lo había descrito: un jardín descuidado con unos pocos cipreses y, entre ellos, aparecían las estatuas de cuatro niños algo más pequeños que nosotros.

Me fijé en sus caras atentamente, recorriendo la pintura de izquierda a derecha: un chico, una chica, otra chica y… ¡otro chico!, que se parecía muchísimo al primero. Sin duda, podían ser gemelos.

—¡Ya veis que no os estaba tomado el pelo! —nos recriminó David—. Yo, ejem, nunca miento.

Mientras nuestro amigo se mostraba orgulloso de su descubrimiento, nosotros seguíamos atentos al cuadro y lo comparábamos con el jardín que teníamos delante del ventanal. El parecido no era tan evidente como aseguraba David. O nosotros no lo veíamos así.

—¡No sé! ¡No estoy muy segura…! —murmuraba Belén.

—¡Es raro! —me dije y, en voz baja, proseguí—: ¡Aquí hay algo que me es familiar!

David me oyó.

—¿Qué dices?

—Nada, bueno, no sé. Aquí hay algo que ya he visto antes. Estoy seguro.

—¡Anda ya! El primero en ver este cuadro he sido yo, que conste… ¿Verdad, chicas?

Pero ni Belén ni Cris andaban pendientes de nuestra conversación. Cris parecía tener la mirada perdida. Era como si estuviera a punto de hacer un descubrimiento importante. La conocía bien.

Belén, por su parte, seguía moviendo la cabeza y corriendo del cuadro a la ventana, y allí permaneció un buen rato sin despegar la cabeza del cristal. Al fin se volvió.

—Chicos, yo no estoy segura de que esa pintura sea el mismo paisaje que tenemos aquí delante. En el jardín hay unos cuantos cipreses, es cierto, pero también otros árboles que ni siquiera aparecen.

—¡No tendría tiempo de pintarlos todos! —sugirió David—. ¡Ya sabes cómo son los artistas!

—¿Y las estatuas? —se volvió Cris hacia el cristal—. He mirado por ahí, y por más que me fijo no veo nada.

—¡Es que está muy oscuro! —le dijo David, que por una vez razonaba con buena lógica—. ¡Espérate a que llegue un relámpago!

—¿Un relámpago? —e instintivamente dirigí los ojos hacia un ventanal—. ¡Ya no hay tormenta!

Nada más decirlo, nos callamos. El silencio era tan fuerte que se oía hasta el ruido que hacen las llamas de las velas cuando chupan el aire. Era impresionante.

Al final, David, como casi siempre, fue el primero en hablar.

—¡Es cierto! Ya no hay tormenta —repitió—, y ni siquiera nos habíamos enterado. ¿Salimos?

—¿A qué?… ¿A tomar el sol? —bromeé.

—No, a buscar esas estatuas que Belén no ve. Estoy convencido de que están ahí. Creedme, mi instinto no me engaña. Cris, ¿me dejas la linterna?

Cristina no le contestó. Tenía la cabeza colgada en el aire, como si fuese un globo, y no miraba a nada ni a nadie. Se notaba que estaba en otro mundo o quizá había algo que daba vueltas en su mente.

—¡Estatuas, pues claro! —se dijo para sí.

Y de pronto

descargar

Descargo de responsabilidad:
Este sitio no almacena ningún archivo en su servidor. Solo indexamos y enlazamos.                                                  Contenido proporcionado por otros sitios. Póngase en contacto con los proveedores de contenido para eliminar el contenido de derechos de autor, si corresponde, y envíenos un correo electrónico. Inmediatamente eliminaremos los enlaces o contenidos relevantes.